De fierro
de
encorvados tirantes de enorme fierro tienen que ser la noche,
para que no
la revienten y la desfonden
las muchas
cosas que mis abarrotados ojos han visto,
las duras
cosas que insoportablemente la pueblan.
Mi cuerpo ha
fatigado los niveles, las temperaturas, las luces:
en vagones
de largo ferrocarril,
en un
banquete de hombres que se aborrecen,
en el filo
mellado de los suburbios,
en una
quinta calurosa de estatuas húmedas,
en la noche
repleta donde abundan el caballo y el hombre.
El universo
de esta noche tiene la vastedad
del olvido y
la precisión de la fiebre.
En vano
quiero distraerme del cuerpo
y del
desvelo de un espejo incesante
que lo
prodiga y que lo acecha
y de la casa
que repite sus patios
y del mundo
que sigue hasta un despedazado arrabal
de
callejones donde el viento se cansa y de barro torpe.
En vano
espero
las
desintegraciones y los símbolos que preceden al sueño.
Sigue la
historia universal:
los rumbos
minuciosos de la muerte en las caries dentales,
la
circulación de mi sangre y de los planetas.
(He odiado
el agua crapulosa de un charco,
he
aborrecido en el atardecer el canto del pájaro.)
Las
fatigadas leguas incesantes del suburbio del Sur,
leguas de
pampa basurera y obscena, leguas de execración,
no se
quieren ir del recuerdo.
Lotes
anegadizos, ranchos en montón como perros,
charcos de
plata fétida:
soy el
aborrecible centinela de esas colocaciones inmóviles.
Alambre,
terraplenes, papeles muertos, sobras de Buenos Aires.
Creo esta
noche en la terrible inmortalidad:
ningún
hombre ha muerto en el tiempo, ninguna mujer,
ningún
muerto,
—aunque se
oculten en la corrupción y en los siglos—
y
condenarlos a vigilia espantosa.
Toscas nubes
color borra de vino inflamarán el cielo;
amanecerá en
mis párpados apretados.
Adrogué 1936
No hay comentarios:
Publicar un comentario